Cormac McCarthy no escribe novelas al uso, y No es país para viejos (2005) es una prueba brutal de ello. Su estilo seco, directo y sin concesiones, aquí se vuelve aún más descarnado para retratar un mundo en el que la violencia ha dejado de tener sentido incluso para los que creían comprenderla.
La historia se sitúa en la frontera de Texas en 1980, cuando Llewelyn Moss, un veterano de Vietnam, encuentra una camioneta rodeada de cadáveres, un cargamento de heroína y dos millones de dólares en efectivo. En lugar de informar a las autoridades, decide quedarse con el dinero, desatando así una cacería despiadada. El implacable Anton Chigurh, una figura casi mitológica por su forma de ejercer la violencia y su filosofía del azar, lo persigue sin descanso. Mientras tanto, el sheriff Ed Tom Bell, un hombre mayor y cansado, intenta comprender un mundo que ya no se ajusta a sus códigos morales.
La narración alterna entre la tercera persona y los monólogos del sheriff Bell, cuya voz melancólica articula una meditación sobre el paso del tiempo, la decadencia moral y la impotencia ante el mal. Estos fragmentos introspectivos son el alma del libro: breves, filosóficos, profundamente humanos. A diferencia de la tensión constante de la cacería de Moss, la mirada de Bell detiene el tiempo para preguntarse qué está pasando con la humanidad, con Estados Unidos, con él mismo.
McCarthy escribe sin comillas, sin apenas puntuación, como si desnudara el lenguaje para mostrar solo lo esencial. Es una prosa que obliga al lector a estar presente, que incomoda y fascina. La violencia no es gratuita, pero es omnipresente: silenciosa, fulminante, sin gloria. Lo inquietante no es tanto lo que ocurre, sino lo que McCarthy sugiere: que el orden ha desaparecido, que el mal no se puede comprender ni combatir como antes, y que la ley ha sido rebasada por algo más grande, más antiguo y más frío.
El personaje de Chigurh se alza como un icono del mal impersonal, alguien que ejecuta su visión del destino con una lógica tan inquebrantable como absurda. Es casi una fuerza natural, imparable, mientras que Bell representa la nostalgia y el desconcierto. Moss, por su parte, es el que cree tener control, pero está condenado desde el inicio. La novela no se trata tanto de un thriller como de una elegía.
Aunque muchos conocieron esta historia a través de la excelente adaptación cinematográfica de los hermanos Coen (2007), leer la novela es enfrentarse a una experiencia mucho más inquietante. McCarthy no ofrece alivio. Su visión del mundo es oscura, pero profundamente lúcida.
No es país para viejos no es una lectura fácil, ni amable, pero es de esas novelas que se quedan rondando mucho después de haberlas terminado. No ofrece respuestas, apenas consuelo, pero sí una mirada honesta sobre la fragilidad de los valores y la violencia como parte estructural del mundo moderno. Es un libro que se siente como una advertencia, como un epitafio del viejo orden. Uno que, quizá, ya no tenga cabida.
¿Lo recomendaría? Sí, absolutamente. Pero hay que entrar con los ojos bien abiertos. McCarthy no da tregua. Solo verdad.
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